miércoles, 19 de noviembre de 2008

Un sueño de tantos

El aire sobre mi piel, refrescándola. La luz del sol en la playa, reflejándose contra la arena y el mar. Las olas, lamiendo rítmicamente la orilla. Un embarcadero que se interna en el agua, y un poco más allá un faro que se recorta contra el horizonte.

A mi lado, tú. Tu mano acaricia la mía, apenas un leve roce, pero apreso tus dedos, sin dejarlos escapar. Sonríes, y ya no sé qué es más luminoso, si el sol o tu sonrisa. De repente, se borra de tu rostro. Tu mirada se endurece y te alejas de mí, sin siquiera mirar atrás.

Suspiro. Aunque no quería pensarlo sabía que iba a pasar.

Ahora ya estoy solo. Las olas, burlonas, siguen rozándome los dedos de los pies.

lunes, 17 de noviembre de 2008

El anochecer

Sobre la colina, admirando el anochecer, el mundo le volvió a parecer un lugar que valía la pena. Había salido de la casa agobiado por los gritos y las discusiones, y en el jardín trasero esperaba hallar la paz que necesitaba para retomar las negociaciones.

Suspiró, y dejó que el aire cálido del atardecer sobre la bahía le alborotara el pelo, cortado al cepillo. Cerró los ojos y aspiró profundamente, impregnándose de los olores del puerto, que se preparaba para pasar la noche, los barcos mecidos suavemente por las olas que besaban los muelles. La sal del mar, el aroma del pescado recién sacado del agua, incluso el sudor de los trabajadores formaban un mosaico atrayente que aturdía los sentidos.

Desde allí arriba, el mundo parecía un lugar agradable, y se permitió un instante de paz, aislándose de todo lo que le rodeaba y que no era el crepúsculo en el horizonte.

-Le esperan dentro, señor.

Alzó la cabeza, apartando la mirada del sol anaranjado que se sumergía en el mar. Asintió.

-Ya voy.

Antes de volver a entrar en la sala acristalada en la que estaban reunidos, decidió que se iba a dejar de medias tintas e iba a poner las cartas sobre la mesa.

Las generaciones venideras también tenían derecho a disfrutar de ese impoluto anochecer sobre el Pacífico.

viernes, 14 de noviembre de 2008

¿Pretendes quedarte de brazos cruzados?

Martes, seis de diciembre.

Hoy ha empezado a llover. Salí por la tarde al patio para meter la leña en el cobertizo y evitar que se moje más de lo debido, pero llegué tarde, y los leños ya estaban empapados cuando comencé a trasladarlos hacia el trastero, cubierto por un chubasquero. Entre el sonido de la lluvia golpeando con fuerza cualquier superficie que tenía a la vista, distinguí un rumor sordo. Me aventuré sobre el barro y vi que el barranco del Moro, normalmente poco más que una torrontera los días de tormenta, bajaba ahora llevando con él un caudal enérgico y violento. Un roble centenario, de esos que abundan por aquí, cayó sobre el improvisado río mientras miraba, pero la corriente lo arrastró sin que le pareciera importar el tamaño del árbol.

Miércoles, siete de diciembre.

Sigue lloviendo. Hacía mucho que no llovía tanto, y por lo que veo en las noticias las pocas veces en que la maltrecha antena de mi tejado capta algo inteligible entre la niebla estática el tiempo está igual de revuelto por todo el país. Mi comunidad está en alerta por fuertes lluvias, y se nos ha recomendado que no salgamos de casa si no es estrictamente necesario. Por Dios, no pienso pisar el jardín hasta que no deje de caer esta cortina continua de agua, que cubre el mundo de un manto gris y brillante.

Jueves, ocho de diciembre.

Estoy empezando a preocuparme. No deja de llover. Tanto es así que ya no recuerdo el silencio del pueblo cuando la lluvia no golpeaba incesantemente los tejados de pizarra o las calles embarradas. El ruido del viento contra los cristales de casa me recuerda al de las campanas tocando a misa de difuntos.
Me temo que, si no cesa esta lluvia pronto, la primavera nos encontrará muertos bajo un montón de escombros mojados y fríos.

Viernes, nueve de diciembre

Hoy ha pasado algo que ha roto la monotonía de estos días casi submarinos. Paco el del molino ha venido a verme, bajo el chubasquero, claro está. Él también quedó viudo hace unos años, y nos hicimos casi amigos. Baja a la ciudad bastante a menudo, y me ha contado que la gente tiene mucho miedo por todo el país. La situación no mejora y ha habido varios muertos. Me ha dicho que tendría que ir a hacer acopio de alimentos por si acaso, pero tengo la despensa llena. Bajaré la semana que viene.

Domingo, once de diciembre

Ayer no tuve tiempo de escribir nada porque dejó de llover y aproveché para salir. Intenté bajar a la ciudad, pero el coche no funciona. La lluvia ha destrozado el motor y me pasé todo el día de ayer intentando arreglarlo. Paco me ha dicho que me ayudará, pero cuando vuelva, porque su hija vino a por él ayer por la noche para llevárselo a Huesca. Me dijo que me bajara con ellos, pero yo no tengo nada que hacer en la ciudad. Aquí estoy más tranquilo.
-La situación se va a poner fea, don Emiliano.
-No te preocupes, hija, he pasado muchos inviernos aquí y mírame, sigo vivo.

Lunes, doce de diciembre

Esta mañana he conseguido ver el telediario. Dicen que va a nevar los próximos días.
Me he quedado sin leche. Mañana subirá el cartero y le diré que me traiga la semana que viene.

Martes, trece de diciembre

Cuando me he despertado esta mañana, la casa estaba helada. La argamasa de la chimenea debió de reblandecerse con las lluvias y la estufa se apagó cuando entró el aire nocturno. No creo que pueda subir a arreglarlo, porque el techo está muy resbaladizo por las heladas. Además, tengo por casa un juego de mantas que nos regalaron en la boda y aún no he usado. Será un buen momento.

Por cierto, el cartero no ha aparecido.

Miércoles, catorce de diciembre

Hoy ha empezado a nevar. Hay días en que parece que el invierno, ingrato y traicionero, tenga algo en contra mía, y eso que yo he aguantado durante años las largas noches de enero en que se empeña en traer en el viento historias de muerte y soledad que yo escucho en silencio. Hoy es uno de esos días. La nieve ya cubre la puerta, y no puedo salir de casa. Las ventanas no están bloqueadas, pero la ventisca es tan fuerte que no puedo abrirlas.

Jueves, quince de diciembre

Mis reservas de comida se han visto reducidas a un poco de carne en conserva y un par de besugos congelados que a saber el tiempo que llevan en la despensa. La situación comienza a darme verdadero miedo, sobre todo porque esta tarde conseguí distinguir algunas palabras del telediario de mediodía: “frío polar”, “sin explicación”, “cambio climático”, “nueva glaciación” y “evacuación”.

Sábado, dieciséis de diciembre

No me queda comida. Puedo pasar varios días sin comer, pero como no deje de nevar pronto…
Hace frío.

Domingo, dieci…

Me duele la mano izquierda. Creo que la tengo congelada. Hasta la tinta está más.. espesa. Dios, qué frío…

Me duele la cabeza y el estómago. Hace frío… no no…




Extracto del diario de Don Emiliano, hallado en los escombros de una casa en el Pirineo español en 2089, tras la gran glaciación, al lado del cadáver congelado, presumiblemente, del escritor.

viernes, 17 de octubre de 2008

Una margarita sobre las zapatillas

-¿Algún cambio?

-No, todo sigue igual.

Ella suspira y se siente más inútil que nunca. No sabe qué hace ahí, pero también sabe, como lo supo en su momento, que tiene que estar en esa habitación que huele a limpio, pero para ella sólo apesta a muerte.

Se sienta al lado de la cama, en medio del silencio más opresivo, y aprovecha la oscuridad para pensar...



La oscuridad en la que está él, sin embargo, es diferente. Similar a una noche sin estrellas, siente zarcillos de tiempo flotando en torno a él. No hay dolor ni placer, simplemente esa oscuridad acolchada y tranquila.

Hay una luz más allá, lejos. En un primer momento, no le parece más que una estrella, que quizá le indicará lo que es, pero poco a poco se hace más y más grande, hasta que su claridad es enorme.


Recordar no es bueno. Ella lo sabe. Pero no puede evitarlo. A la cabeza le vienen momentos diferentes, tanto buenos como malos. No le conviene hacerlo ahora, pero claro, en esa situación, sólo puede sentir miedo.

Respira hondo, intentando mantener la calma, sus rizos negros ocultándole el rostro de un hipotético observador.



Pero él la ve, por fin descubre qué hay más allá de esa luz. No entiende qué hace ahí, no entiende por qué todos están tan preocupados, él no se siente mal. Simplemente, está descansando. Pero sabe que algo no va como debería ir, no debería estar viéndola, no debería seguir en ese lugar.

Hay algo que le retiene ahí, una única razón para no partir...



Ella alarga la mano, deslizándola sobre las sábanas, y entrelaza sus dedos con los de él. Está tan demacrado, tan débil... pero respira, que es más de lo que podía decir de él cuando le llamaron hacía ahora cuatro días. La noticia había caído sobre ella como una piedra en un estanque, y al instante lo dejó todo para viajar hasta él, en el trayecto más duro de su vida. No podía dejarle...



De repente, lo entiende. Entiende por qué no puede irse. Entiende por qué debe volver. En su mente aparecen dos zapatillas sobre el césped y una margarita.

Emprende el viaje de vuelta.



Es apenas una vibración, un leve temblor en la quietud mortal de la habitación. Le aprietan la mano y ella levanta la cabeza. Ha abierto los ojos. Una palabra sale de su boca, un susurro sobre los pitidos continuos de las máquinas.

-Lucecita...

Ella rompe a llorar, pero esta vez, son lágrimas esperanzadas en el futuro.

lunes, 6 de octubre de 2008

Olas

De pie frente al mar, a apenas dos pasos de la arena fría bajo la oscuridad del anochecer, no ve más salida. De hecho, no espera encontrarla. Si tras pasear por las calles del pueblo durante todo el día, protegiéndose los ojos de la luz solar reflejada en las pequeñas casas blancas, no ha sabido qué hacer, nada le indica que en ese momento vaya a tener una revelación.

Sabe que es la opción más cobarde, pero piensa que es la única que tiene. Llega un momento en el que retroceder ante los problemas, levantarse cada vez que te caes y sonreír a las putadas de la vida ya no es suficiente. No para él. No ahora.

Esa playa tiene un significado especial. Allí fue donde se besaron por primera vez. Recuerda su piel morena, sus ojos grandes y expresivos y su pelo negro, ondulante bajo la brisa. Allí es donde empezó todo. La arena que recibió sus cuerpos aquel día recibirá hoy sus ilusiones.

Baja a la playa. La arena, suave bajo sus pies. El frío de la noche sobre su piel. Mientras se acerca a la orilla, plateada por la luz de la luna, el rítmico morir de las olas se le antoja la música que le acompañará a su final.

El agua está fría. Le da igual. Ha llegado a un punto en el nada le importa. Siente los camales de los pantalones mojados, empapándose lentamente.

Escucha una voz a sus espaldas. Es ella. No se atreve a girarse. La decisión está tomada. Se irá y no volverá. No quiere volver a verla llorar. Pero ella sigue insistiendo. La oye, pero las súplicas llegan a su cerebro embotado lentamente, a empujones.

Se gira para mirarla una última vez. Su figura, recortada contra los faros del coche que la ha llevado hasta allí. Los ojos, llorosos, brillan.

Pierde el valor. Las olas siguen lamiendo la orilla.

De repente, se da cuenta de que vale la pena.

Fragmentos de Tres metros sobre el cielo

-¿Eres feliz? –Ella le hace un gesto afirmativo con la cabeza. Luego abre los ojos. Húmedos y arrobados, anegados de minúsculas lágrimas transparentes, brillantes de amor, preciosos. Él la mira.
-¿Qué pasa?
-Tengo miedo.
-¿De qué?
-De no volver a ser nunca tan feliz…

-Esto es precioso.
-Es tu casa, ¿no?
-¡Estás loco!
-¡Lo sé!
-Soy feliz. Jamás me he sentido tan bien, ¿y tú?
-¿Yo? –Step la abraza con fuerza-. Estoy de maravilla.
-¿Hasta el punto de llegar a tocar el cielo con un dedo?
-No, así no.
-¿Ah, no?
-Mucho más. Al menos tres metros sobre el cielo.

-Lo he dicho adrede, ¿qué crees? Ahora que me has pegado tu conciencia está tranquila. Ahora puedes volver a parlotear con tus amigas y sentarte a la mesa de juego. Tu hija está bien educada. Ha entendido lo que es justo y lo que no lo es… Ha entendido que no hay que soltar tacos y que hay que comportarse como es debido. Pero ¿no ves que eres ridícula, que haces reír? Me mandas a misa el domingo pero si escucho demasiado el evangelio entonces no va bien. Si amo demasiado a mis semejantes, si traigo a casa a uno que no se levanta cuando tú entras o que no sabe comportarse a la mesa, entonces tuerces el morro. Tendríais que inventar iglesias a vuestra medida, un evangelio solo para vosotros donde no resucitan todos, sino solo aquellos que no comen en camiseta interior, que no firman escribiendo primero el apellido, aquellos que sabéis de quién son hijos, que están siempre morenos y son atractivos, que se visten como queréis vosotros. Sois unos payasos.

Tres metros sobre el cielo, Federico Moccia

domingo, 5 de octubre de 2008

La playa

Los copos de nieve no dejaban de caer sobre las olas que, con una obsesión enfermiza por morir en la playa, los derretían.

Entonces, él la abrazó por detrás, apoyando la cabeza en su hombro, mientras nubarrones negros presagiaban que aquella noche ríos de agua correrían por la ciudad.

- Parece tan irreal…

- Ya… una playa nevada no es algo que se vea todos los días


Comenzaba a hacer frío.

- Aún así… más irreal es que este aquí, junto a ti, mirando la rectitud del horizonte

Ella se quedó pensativa unos instantes y, entonces, se dio la vuelta y le miró directamente a los ojos.

- A veces parecía que el mundo conspiraba para que nunca estuviéramos juntos… Para que nunca cumpliéramos nuestros sueños…

Él se tomó su tiempo para responder y, entonces, se quitó los guantes y abrazó su cara con unas manos desnudas y cálidas.

- Aunque pusieran mil barreras, aunque hicieran mil abismos, aunque por ello tuviera que matar… Nunca nada ni nadie iba a impedir esto.

En ese momento, él la abrazo con fuerza, transmitiéndole todos los sentimientos guardados durante años que con palabras eran imposibles de expresar.

Y, al mismo tiempo, mientras que copos de nieve caían sobre su pelo, mientras que la gente corría para refugiarse del frío preguntándose que hacían dos locos en la playa, mientras que el mundo entero seguía adelante… ella sintió que había nacido para ese momento, que su mundo se paraba en aquel abrazo.

Que había nacido para estar allí, en aquella playa, junto a él.

La playa, Elena Zamora

Sabes que me encanta...

El patio

De nuevo, ella lo ve todo, sentada en el banco donde se toma las galletas todas las mañanas. Antes almorzaba con Raquel y las demás en los bancos de cerca de las paredes, pero los chicos habían aprendido que un muro desnudo era una buena portería donde marcar goles con la pelota de Pokémon de Ricardo.

Ahora, sólo beben su zumo en ese sitio las tontas, que simulan a las niñas mayores, mirando interesadas los gritos las patadas y el sudor de los chicos, eso sí, las muñecas firmemente agarradas, no vaya a ser que lloren por estar solas.

Ella se aburre ahí, y hace tiempo que ha descubierto que sola, mirando hacia las pistas de baloncesto de los mayores, puede pensar en cuentos e historias de princesas.

Pero esas fábulas, que duran apenas media hora, hasta que la seño sale a por ellos, últimamente se ven interrumpidas por los gritos de Mohammed.

A ella le cae bien ese chico. Un día, cuando un pelotazo desviado le tiró las galletas, él compartió la mitad de su bocadillo. Estaba picante y no se lo comió, pero agradeció el gesto.

Por eso, le duele que Mateo y sus amigos le persigan y le empujen, tirándole y gritándole cosas feas.

Mohammed no tiene amigos en el cole. Hasta la seño a veces le mira raro, con la nariz arrugada. Pero ella nunca le ha llamado “cochino”, ni le ha gritado “dúchate”.
Ella no lo entiende.

De hecho, hay muchas cosas que no entiende, pero eso es porque es pequeña. No entiende por qué su papá fue al cole a decirle al director, un hombre viejo y gordo que le da miedo, que su hija no tenía por qué estudiar con monos. A ella le gustan los monitos, sobre todo los pequeños, pero en clase no había ninguno. Tampoco entiende que la mamá de Mohammed lleve un pañuelo en la cabeza.

Pero ahora, lo único que no entiende es que le digan cochino. Tiene la piel más oscura que ella, pero nunca le ha parecido que huela mal. Para ella, huele a playa, a arena, a mar y a sol.

Cuando lo ve llorar, los cromos de futbolistas pisoteados en el suelo, se levanta de golpe y camina hacia él, el babero ondeando tras ella.

-¡Déjale!

-¡Eres una niña, cállate!

-¡No quiero! ¡Déjale o me chivo!


Mateo parece dudar. Durante un momento se ríe, pero luego, casualmente o no, sus ojos paran encima de Eduardo, castigado cara a la pared por pegar a uno de los peques.

-¡Pues tú también olerás mal!

Cuando se van, Mohammed se queda en el suelo, intentando recoger sus cromos. Ella le ayuda y luego se sienta a su lado, mientras él desmenuza su bocadillo con unos dedos regordetes y llenos de salsa roja. Las lágrimas luchan por salir, pero pelea contra ellas.

Ella no sabe qué hacer.

A lo lejos, Mateo y los suyos se ríen.

Ella no entiende nada de nada.

viernes, 3 de octubre de 2008

Incertidumbre

-Pierre… Pierre…

Se gira de golpe. El sonido, apenas un susurro, suena como una bomba para sus oídos, acostumbrados a un silencio helado e impuesto. Gatea hacia sus dos amigos, que están acostados muy juntos, sus uniformes congelándose en la noche invernal.

-Nosotros nos vamos. ¿Vienes?

Durante unos instantes, la pregunta no llega a un cerebro abotargado por semanas y semanas de órdenes ladradas en medio del estruendo. Se queda mirando una de las paredes terrosas hasta que una rata corre pegada al borde inferior de ella. Sin duda, habrá escapado a una de las trampas de otro batallón.

-¿Iros? ¿Ahora? ¿Volvéis a París?

Uno de ellos asiente.

-¿Y cómo pensáis llegar? ¿Se lo diréis educadamente al sargento, que firme un armisticio temporal con los alemanes para que vosotros podáis estar, dentro de un par de noches, pellizcando los traseros de las chicas del Moulin?

Sus dos amigos no se inmutan. Demasiado han hecho, demasiado han vivido en las últimas semanas como para que ahora les afecte lo que diga Pierre.

-Tú tampoco querías venir.

A lo lejos, se oyen disparos. Una explosión que parece cercana, como todas, les hace cubrirse con los brazos. Saben lo inútil que es si la bomba hubiera caído cerca. Sin embargo, la quietud de la noche, iluminada por las pequeñas bombillas que recorren la pared, paralelas a la carrera de la rata, no sufre la violación de la muerte, al menos cerca.

Pierre se desliza hasta la pared, alejándose cuanto puede de sus dos amigos. Tampoco es mucho, apenas un par de metros. El casco calado hasta los ojos y la gabardina que no abriga cubriéndole hasta los tobillos, acurrucado, le aísla más de ellos que la distancia que pueda poner por medias.

Está claro que él no quería ir. Pero tampoco quiere irse ahora. No puede hacerlo.

Su mente vuela hasta hace unos meses, cuando la muerte, el dolor, el frío y el miedo a no volver a despertarse nunca más no son más que promesas de un futuro glorioso. Su madre, tosiendo en la cama. La carta de reclutamiento, desplegada sobre la mesa, al lado de las medicinas que tiene que darle a la mujer por la noche. Él fuma un cigarrillo, sentado en la silla. Sabe que si no va será el hazmerreír de sus amigos, especialmente de Philippe. Pero si va, su madre puede morir. La mujer, siempre comprometida con un país que, sin embargo, sólo le ha dado una fría buhardilla en el barrio de Montamârtre, le anima a ir. Philipp sonríe cuando él le dice que irá.

Pero Philippe ya no está. Le alcanzó una de las nuevas ametralladoras alemanas, unos kilómetros más al norte, en la misma línea. Sabe lo que le diría ahora. “Huye mientras puedas”. La sensación de derrota está calando, poco a poco, en los corazones de los jóvenes soldados que llevan cinco semanas durmiendo sobre su fusil, acurrucados entre sí para darse calor, sintiéndose profundamente engañados por unas promesas de gloria que no eran más que un billete de ida a la muerte más anónima.

¿Y su madre? ¿Cómo estará la vieja Cosette? Es posible que ya haya muerto. Le había pedido a la casera del edificio que le cuidara, que le diera de comer si algún día no podía levantarse de la cama, y que esos días le diera las medicinas que les había recomendado el médico. Pero a lo mejor no lo había hecho. En esos tiempos, con las noticias del frente llegando intermitentemente, en París podía haber cundido el pánico. Se imaginaba las calles desiertas, las palomas gobernando, después de dos siglos, unas plazas desiertas, donde los pintores ya no dibujaban sus ilusiones descoloridas en trozos de papel. Silencio en la ciudad, roto únicamente por las toses de su madre, sola en la buhardilla, muriendo lentamente.

-¿Cómo pensáis salir?

Sus dos amigos se extienden rápidamente en una explicación vehemente de las fisuras de las trincheras en la parte trasera, por detrás de los cuarteles del alto mando. Dicen algo de dos o tres caballos preparados, pero él no les escucha. Su cabeza sigue dudando.

Él no quiere eso. Él quiere escribir una obra de teatro que se represente en los mejores escenarios del continente, mientras acude a ver las funciones con una joven de provincias que le adore colgada del brazo. Pero ahora, lo único que quiere es salir de allí, huir a uña de caballo de Verdún y no volver nunca a esa ciudad que ha supuesto un punto y aparte en su vida.

Una nueva explosión, esta vez más cerca. Siente un fuerte dolor en la espalda, escucha un chasquido que le pone los pelos de punto.

Antes de morir, se pregunta de nuevo qué hace él ahí.

jueves, 2 de octubre de 2008

Nieve

El coche llevaba circulando por la autopista entre altos abetos desde hacía lo que parecían siglos. A él al menos se lo parecía. Probablemente fuera el entorno en sí, o quizá la compañía.

Ella.

Después de tanto tiempo, por fin habían podido estar juntos. No era un viaje cualquiera, pero ellos no eran unos cualesquiera. Ambos habrían dicho que eran normales, pero eran extraordinarios. Por supuesto, no eran conscientes de eso, precisamente por el hecho de que era la compañía del otro la que los hacía especiales, pero no lo sabían. Aún.

Los kilómetros, o las millas, como decían allí, se reducían rápidamente entre ellos y el parque, devoradas por los neumáticos del coche y por sus propias ansias de llegar cuanto antes. No se podían creer que estuvieran allí. Los árboles, el cielo, el frío, la nieve… a todo lo cubría una pátina gris, como si aquello no fuera más que un sueño.

Sólo el nombre del parque en un cartel alto, perdido entre los árboles, les convenció de que por fin, después de muchos años, habían llegado allí. Y lo habían hecho solos.

Detuvo el coche, o quizá fue el mismo vehículo el que se detuvo en el mirador. Él no recordaba haberlo conducido hasta allí. A lo mejor la tierra había girado sobre sí misma para llevarlos allí. Alguien dijo alguna vez que cuando de verdad quieres algo, el universo entero conspira para que lo consigas. Y no había nada que ellos desearan más.

Por eso, cuando el frío les golpeó cruelmente en los rostros, mientras la nieve crepitaba bajo sus pies, nada les importó. Nada… excepto los ojos del otro, la sensación de sus manos entrelazadas, el calor que sus cuerpos, a apenas unos centímetros, despedían, templando el ambiente.

Y la vista.

Las montañas, perfiladas contra el cielo gris. El lago helado, brillando bajo la nieve. El frío, casi unos zarcillos de energía que les envolvían, aislándoles del mundo exterior.S

e abrazaron y, de repente, el mundo cambió de color. Volvieron los colores: el verde de los árboles perennes, el blanco del lago, el rosa de las flores… pero a él sólo le importaba un color del mundo. El marrón de sus ojos era el color más hermoso que había visto en su vida, o así se lo parecía a él. Se perdió en ellos.

-Estamos aquí.

Fue apenas un susurro, unas palabras musitadas por ella que rompieron la barrera contra la realidad que tantos años de separación había creado entre ellos.

-Sí. Estamos aquí. Juntos.

Y, en ese mismo momento, comenzó a nevar.

Este es, probablemente, el relato del que estoy más orgulloso de los que he escrito últimamente. Además, me trae muy buenos recuerdos ^^

miércoles, 1 de octubre de 2008

Saldrá otro

La zapatilla se le llena de agua cuando pisa un charco. Corre por la calzada, casi vuela sobre el asfalto, las luces de los semáforos y los focos difuminadas en medio de la luvia. Su ropa está empapada; el paraguas quedó olvidado en casa.

No puede dejar que se vaya. Sabe que probablemente llegue tarde, y mientras las gotas resbalan por su frente, sudor y agua mezclados, piensa que ha cometido uno de los errores más grandes de su vida.

Ella no supo interpretarle, piensa mientras se cuela entre dos coches, detenidos en un cruce. Claro que tampoco tenía por qué hacerlo. No podía pedirle que adivinara lo que se removía en su mente y, sin embargo, lo había hecho. Ahora, lo lamenta, pero teme que ya no pueda hacer nada.

Cuando entra en la estación, se da cuenta de que incluso allí, bajo la amplia techumbre modernista, el suelo está mojado. Mira hacia los enormes paneles electrónicos donde se marcan las entradas y salidas, y ve que el tren que sale hacia Badajoz está a punto de partir en uno de los sectores descubiertos, al fondo de la estación, y quizá demasiado lejos.

No va a llegar.

Aora, recorriendo a toda velocidad el edificio, sorteando colas, maletas y viajeros, recuerda cuando, una semana antes, había ido a la misma estación a por ella. Se habían quedado quietos, uno enfrente de otro, mientras decenas de pasajeros salían del mismo tren. La maleta quedó muerta a sus pies, olvidada.

-Hola.

-¿Sólo hola?

Y ella saltó hacia él, abrazándole con tanta fuerza que llegó a pensar que moriría entre esos brazos. Pero no habría sido mala muerte, después de todo lo que habían pasado. Tanto tiempo separados, tantos sueños ansiando cumplir... y ahora tenían dos días para cumplirlos.

Y los habían cumplido. Habían paseado, llorado, reído. Habían pasado horas abrazados, sin hacer nada más que disfrutar de los latidos del corazón del otro contra su pecho. Pero todo se había roto al final, cuando a él le había dolido demasiado la perspectiva de que ella se fuera y se enfadó con el mundo, pero pagándolo con su amiga.

Incluso cuando se acerca al andén, ya ve, desde lejos, que el tren está abandonando la estación, poco más que un punto blanco en medio de la oscuridad de la tormenta. Abatido, frena lentamente bajo la lluvia.

A un lado, hay una figura sentada en un banco. El pelo negro le cae sobre el rostro, que mira el suelo. La reconoce, lo habría hecho en cualquier contexto. Allí, bajo la lluvia, parece un sueño. Se acerca a ella.

-Has perdido el tren.

-Saldrá otro. Necesito pasar más tiempo aquí.

De nuevo, esa cadencia, ese ritmo, ese arrastrar de las palabras suave y relajante, esa tenue reminiscencia a campos y a sol que siempre trae su voz. Sonríe.

De repente, se da cuenta de que el suelo que pisa está seco.



Para Acentillo. Tengo una sorpresa para ti...

martes, 30 de septiembre de 2008

Aquí y ahora

-¿Qué sientes, Sofía?
-Esa es una buena pregunta.
-Responde.
-¿Qué siento, cuándo?
-Aquí y ahora.
-Que “aquí” y “ahora” desaparecerán.
-Ya.
-¿Y tú?
-¿Cómo?
-¿Qué sientes aquí y ahora?
-Que es una lástima que no se pueda detener el tiempo.
-Sería aburrido. Piénsalo, todo la eternidad igual…
-¿Sí? Yo no tengo esa percepción.
-¿Por qué?
-Porque a mí la eternidad me parece poco.
-No digas esas cosas.
-Vale, me las callaré. De todas formas, creo que ya las sabes.
-Sí, sí las sé.
-Lo siento.
-No tienes nada que sentir, en todo caso soy yo la que te tengo que pedir disculpas.
-¿Tú? ¿Por qué?
-Por esto. Por ti. Por mí, por aquí y por ahora.
-Estás diciendo tonterías.
-Suele pasar.
-¿Nerviosa?
-Asustada.
-¿Por?
-¿Cuánto van a durar “aquí” y “ahora”?
-Hasta que tú quieras.
-Pero te irás.
-Sí, y tú.
-Entonces desaparecerán.
-No tiene por qué.
-… Me estás liando.
-“Aquí” y “ahora” no son conceptos finitos, Sofía.
-¿Ah, no?
-No. “Aquí” y “ahora” existirán siempre. Cuando dentro de mucho tiempo, estemos cada uno en una parte distinta, recordaremos “aquí” y “ahora”, y nos parecerá que todo vuelve atrás.
-Eres muy positivo.
-¿Es molesto?
-Es extraño.
-Gracias, creo.
-No era un cumplido.
-Lo sé.
-¿Ves? Ya no están. “Aquí” y “ahora” ya no existen. Ya son “allí” y “antes”.

Él la abrazó.

-¿Seguro?

Y entonces ella comprendió. Y sonrió.

Hacia el puerto

Siempre te han dicho que tú puedes hacerte cargo de tu vida, que las riendas de tu destino las llevas tú, que tu futuro depende, en gran medida, de lo que hagas en el presente.

Pero nunca has tenido esa impresión. Y menos ahora, de pie, en la proa de una pequeña embarcación que acaba de salir del puerto.

Al principio, cuando las olas mecen suavemente el casco, todo va bien. El cielo es azul, el mar refleja su color, burlón, las gaviotas graznan, rondando el mástil. El vaivén de la barca sobre el agua no es más que una leve fluctuación del horizonte.

De repente, te das cuenta de que los remos que habías traído para moverte no te sirven. La corriente es demasiado fuerte, demasiado caprichosa, demasiado impredecible. Pronto, vas a la deriva, perdido entre kilómetros y kilómetros de agua, dirigiéndote cada día hacia donde las nereidas quieren.

Necesitas ayuda. Ves la vela mayor, enrollada en torno a la botavara, pero no tienes fuerza para tirar de los cabos y enderezarla sobre el mástil. Sin embargo, un amanecer, ves una isla a lo lejos. Te acercas a ella como puedes, o mejor dicho, es la corriente la que te lleva hasta sus playas. Allí, recibes la ayuda deseada: la tripulación de tu barco.

Pero cuando habéis desplegado la blanca lona y todo parece ir viento en popa, por estribor aparecen unas nubes de tormenta, negras como la noche. Rápidamente, arriáis la vela y os arrinconáis en la cubierta, esperando a que pase la tempestad.

Todo pasa, y cuando se dispersa la lluvia y las olas, el azul vuelve a ser el color predominante del monótono paisaje. La tripulación canta canciones alegres, y tú te permites sonreír.

Cuando anochece, una luz a lo lejos te indica que hay un puerto cerca. Cuando entras en él, y las gaviotas vuelven a sobrevolar la embarcación, respiras tranquilo.

No importa el final. No importa el puerto. Ahora ya lo sabes. Mientras atracas, descubres que lo más importante ha sido la travesía y aquellos que te han ayudado.

Los vas a echar de menos.

lunes, 29 de septiembre de 2008

El embarcadero

Ante ella se extiende el muelle. Las olas del mar lamen perezosas los pilares que mantienen la madera por encima del nivel del agua. Ella, descalza, avanza lentamente por él.

Siente un fuerte dolor en el pecho. Ni siquiera la brisa marina que alborota sus rizos le hace olvidar cómo se siente. En ese momento, la belleza del mar al anochecer le da igual. Permanece de pie, a apenas un par de pasos del final del embarcadero. A su derecha, un pequeño velero se balancea suavemente.

No se atreve a acercarse más al borde. Ha sufrido, y es tremendamente consciente de ello. Quizá demasiado. Tiene miedo, está aterrorizada. Tiembla de pánico al pensar en que puede volver a pasarlo igual de mal.

Pero una voz resuena en su cabeza. Una voz que le trae recuerdos, que le reconforta y le da calor.

-Normalmente, a tu corazón le da igual lo que tu cabeza quiera. Tu cerebro ya puede decir misa que si a él se le antoja pensar lo contrario, pasará de él.

Y entonces comprende. Entonces descubre que no debe sentir miedo, que no debe temer lo que vaya a pasar. Quien mucho juega, mucho tiene que ganar.

Se acerca al borde. Abajo, el mar, oscuro en el anochecer.

Respira hondo.

Salta.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Dos horas antes del amanecer

Valencia no duerme. Nunca lo ha hecho, no tiene esa necesidad. Será quizá por sus habitantes, que suelen disfrutar de la temperatura suave de las noches, o a lo mejor porque es una ciudad tan antigua que ya ha dormido todo lo que le quedaba por dormir en la vida, como ese personaje de “Amélie”, y ahora puede quedarse despierta el resto de la eternidad.

Sea como sea, cuando se pasea por Valencia a esa hora sumamente extraña que sigue a la noche y precede al día, aún hay coches que circulan rápidamente por las Grandes Vías o por la calle Játiva. Las luces de las farolas siguen amarilleando el asfalto, resistiéndose heroicamente a la llegada de un nuevo día que las relegará a simple mobiliario urbano hasta la noche. Es difícil encontrar calles en completo silencio, pues ni las callejuelas más encerradas en casco viejo de la ciudad pueden aislarse de los sonidos del amanecer. Sirenas, una pelea de gatos, unos pasos perdidos, unos gritos provenientes de un primer piso con las ventanas descuidadamente abiertas.

Los edificios parecen tener eco. La noche es su momento, el instante en que deben significarse como entes vivos, células todos ellos de una ciudad que los necesita para seguir adelante. Brillan con luz propia, emanando una energía que parecen estar guardando durante todo el día. Como puertas a un pasado cercano y luminoso, recuerdan a los paseantes que se internan en la noche valenciana que ellos también son Valencia, y que posiblemente lo sean mucho más que sus propios habitantes.

Incluso a esa hora del día, toda Valencia parece estar posada sobre una rampa, cayendo irremisiblemente hasta las arenas de una playa a orillas del mar Mediterráneo. Las olas nunca duermen, en la playa nunca hay silencio. La ciudad tiende al mar, y el mar se lo agradece, brillando incluso de noche.

En torno a la playa han nacido, como setas a la sombra, varias discotecas que aprovechan estar en primera línea de playa para ofrecer terrazas. Su música rompe la tranquilidad del Mediterráneo. Antes del amanecer, sin embargo, la música comienza a remitir, y el sonido de las olas vuelve a adueñarse del paseo marítimo.

Los jóvenes salen en tromba de las discotecas, tambaleantes, en busca de un taxi para volver a sus casas. Unos pocos buscan el amparo de los coches para expulsar de sus cuerpos todo el alcohol digerido, y Dios sabe qué más. Pero hoy, dos de ellos caminan hacia la arena, saltan el banco de piedra que la separa del paseo y se acercan a la orilla.

Está amaneciendo.

No se miran, no hace falta. No se cogen de la mano, tampoco es necesario. Sus corazones están juntos, ajenos ya al retumbar de los altavoces. Tranquilos. En paz.

Suspiran.


Dedicada a Rosana por todo lo que ha hecho, hace y hará por mí. Sabes que te quiero (L)

Hasta la libertad, siempre, pero contigo

Él siempre se había considerado de izquierdas. Por supuesto, ese hecho venía dado por la profunda admiración que sentía por los preceptos de la Revolución Francesa y por el nuevo orden mundial que nació de ella. Sin embargo, en su vida, "ser de izquierdas" era, principalmente, una razón para discutir con su familia y atacar al otro partido político en discusiones estúpidas.

Hasta que la conoció.

Ella le cambió la vida en muchos aspectos, pero uno de ellos cobró quizá una relevancia especial. Ella le enseñó a actuar en vez de gritar en debates estériles, le enseñó a aprender de los demás y, sobre todo, le enseñó que "ser de izquierdas" era mucho más que votar a un determinado partido político en las elecciones.

Su amiga era una enamorada de las revoluciones, una persona que si hubiera nacido en otro tiempo y en otro continente habría pronunciado la famosa frase sobre cómo vivir y cómo morir. Para él, ella siempre había sido un ejemplo, una tabla de salvación a la que aferrarse cuando su mundo se tambaleaba, cuando todo en lo que creía creer era cuestionado por el mundo en el que vivía.

Por supuesto, no era la única persona de la que había aprendido, pero sí era, con mucho, la que más le había enseñado a defender sus ideas, contra viento y marea. En los debates políticos o pseudo políticos con sus amigos, en los que, obviamente, las discusiones nunca iban más allá, ella siempre tenía argumentos perfectamente preparados para rebatir la lluvia de crítica que recibían, también muy ordenadas, porque a él le daba la impresión, muchas veces, de que era el único que no sabía que decir en muchas situaciones.

Por todo ello, él le estaba profundamente agradecido. Nunca se lo había dicho, pero ella era un ejemplo a seguir, una de las profesoras más importantes que conoció en la carrera... debería decírselo. Se lo escribiría, era como él mejor se expresaba.

Además, era la más guapa del mundo entero.



Dedicado, en esta ocasión, a Irene. Es la mejor manera que se me ha ocurrido de agradecerte todo lo que has hecho por mí estos años, y la mejor manera de decirte lo sumamente importante que eres para mí. Te quiero (L)

Lágrimas en la cama

Él ya llevaba acostado varios minutos cuando el teléfono sonó, vibrante, rompiendo el silencio de la noche. Al menos, el silencio de la casa, porque en su cabeza no dejaban de removerse inquietas palabras y hechos de los últimos días. Le llamó, respondiendo a su deseo, y lo primero que oyó fue un sollozo ahogado.

-¿Pasa algo?

-No... no sé, las cosas no van bien.

Se incorporó de un salto. De repente, todo lo que había pasado hasta el momento pasó a un segundo plano, y su mente voló hasta estar con ella, intentando reconfortarla, aunque sabía que en parte ella estaba mal por su culpa.

-¿Por?

-Tengo miedo.

Era apenas un susurro perdido entre las lágrimas, que traspasaban el teléfono como si las estuviera derramando con él, en sus brazos. Era el canto más bello a la tristeza y, a la vez, el que más le dolía. Por desgracia, ella no estaba con él.

Pasó el tiempo y poco a poco consiguió que ella sonriera, tímidamente al principio, a carcajadas al final. Era por lo que él vivía, una de las razones por las que se levantaba todas las mañanas. La quería, pero últimamente no le había hecho caso. Y lo peor de todo era que había tenido que esperar a oír sus lágrimas, a que un pedazo de su corazón se rompiera para siempre, para darse cuenta de ello.

-Tengo sueño. ¿Hablamos mañana?

-Sí. Y lo siento. Recuerda que te quiero.

-Y yo.

Y colgaron.

Cerró los ojos.Entonces, comprendió que los sollozos de ella serían la banda sonora de sus pesadillas.

Para Acentillo, ese pedazo de mi corazón que tengo perdido por tierras extremeñas, a la espera de que un catalán (o valenciano) la adopte xD

Lucecita

Hay cosas por las que vale la pena levantarse por la mañana. Esos pequeños (o no tan pequeños) detalles en los que piensas antes de dormirte y después de despertarte. Buscas una luz que te guíe en los desiertos grises y fríos de la monotonía, y normalmente te cuesta encontrarla. No porque no haya, sino porque necesita un brillo especial para atravesar toda la niebla.

Y vagueas, remoloneas, no quieres salir a la calle, porque... ¿qué más da? Sabes lo que te vas a encontrar, sabes qué habrá al girar la esquina, sabes qué habrá al entrar a clase. Has perdido el miedo a lo desconocido, ese nudo en el estómago que se siente al no tener ni idea de qué será de tu vida el segundo siguiente.

Y, de repente, fotos como esta atraviesan las nubes y el aburrimiento y te abren los ojos. De repente, sientes que tu vida comienza de nuevo, casi desde cero. Aparecen los colores, los olores, los sabores. Te quitas el piloto automático y vuelves a tomar las riendas de tu vida, cabalgando directamente hacia la luz.

En algunos momentos brilla tanto que parece cegarte, llegas a pensar "esta luz es demasiado brillante para mí, seguro que está aquí por otra persona". Pero miras alrededor y no ves a nadie más, y además piensas "si no fuera para mí, no estaría aquí". Te fascina, no puedes dejar de mirarla, no puedes dejar de pensar en qué habrá más allá de ella, en todo ese mundo que ella te acaba de descubrir. Pronto, la sorpresa y la espontaneidad vuelven a tu vida.

Y sonríes. Otra vez.

Tú eres mi luz. Guíame, Geme

Libertad, o lo que sea

"Son las seis de la mañana, una hora menos en la comunidad canaria. Interrumpimos nuestra programación habitual para ofrecerles un boletín informativo de última hora.

Testigos en toda España están informando de avistamientos de un fenómeno extraño por las calles de todo el país. En ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia o Zaragoza, miles de españoles han asegurado haber sentido algo especial. En algunos casos es poco más que un hálito, como una corriente de aire más cálida, pero otros aseguran que es una "criatura blanca, de apariencia sumamente extraña".

Científicos de la nación han salido a las calles de las ciudades españolas para investigar sobre el fenómeno. Las primeras investigaciones indican que es una especie antigua, que se creía extinguida de España desde hacía más de cuarenta años.

Además, los datos señalan que este ente tiene especial predilección por los niños y los jóvenes, que lo sienten dentro de ellos como "un trago de leche con miel", según testigos.

Atención, nos llega una noticia de última hora. La criatura ha sido bautizada como "libertad", un nombre que ni los más mayores recordarán.

Nada más por nuestra parte. Les mantendremos informados en próximos boletines informativos. Que pasen un buen 20 de noviembre de 1975."