-Pierre… Pierre…
Se gira de golpe. El sonido, apenas un susurro, suena como una bomba para sus oídos, acostumbrados a un silencio helado e impuesto. Gatea hacia sus dos amigos, que están acostados muy juntos, sus uniformes congelándose en la noche invernal.
-Nosotros nos vamos. ¿Vienes?
Durante unos instantes, la pregunta no llega a un cerebro abotargado por semanas y semanas de órdenes ladradas en medio del estruendo. Se queda mirando una de las paredes terrosas hasta que una rata corre pegada al borde inferior de ella. Sin duda, habrá escapado a una de las trampas de otro batallón.
-¿Iros? ¿Ahora? ¿Volvéis a París?
Uno de ellos asiente.
-¿Y cómo pensáis llegar? ¿Se lo diréis educadamente al sargento, que firme un armisticio temporal con los alemanes para que vosotros podáis estar, dentro de un par de noches, pellizcando los traseros de las chicas del Moulin?
Sus dos amigos no se inmutan. Demasiado han hecho, demasiado han vivido en las últimas semanas como para que ahora les afecte lo que diga Pierre.
-Tú tampoco querías venir.
A lo lejos, se oyen disparos. Una explosión que parece cercana, como todas, les hace cubrirse con los brazos. Saben lo inútil que es si la bomba hubiera caído cerca. Sin embargo, la quietud de la noche, iluminada por las pequeñas bombillas que recorren la pared, paralelas a la carrera de la rata, no sufre la violación de la muerte, al menos cerca.
Pierre se desliza hasta la pared, alejándose cuanto puede de sus dos amigos. Tampoco es mucho, apenas un par de metros. El casco calado hasta los ojos y la gabardina que no abriga cubriéndole hasta los tobillos, acurrucado, le aísla más de ellos que la distancia que pueda poner por medias.
Está claro que él no quería ir. Pero tampoco quiere irse ahora. No puede hacerlo.
Su mente vuela hasta hace unos meses, cuando la muerte, el dolor, el frío y el miedo a no volver a despertarse nunca más no son más que promesas de un futuro glorioso. Su madre, tosiendo en la cama. La carta de reclutamiento, desplegada sobre la mesa, al lado de las medicinas que tiene que darle a la mujer por la noche. Él fuma un cigarrillo, sentado en la silla. Sabe que si no va será el hazmerreír de sus amigos, especialmente de Philippe. Pero si va, su madre puede morir. La mujer, siempre comprometida con un país que, sin embargo, sólo le ha dado una fría buhardilla en el barrio de Montamârtre, le anima a ir. Philipp sonríe cuando él le dice que irá.
Pero Philippe ya no está. Le alcanzó una de las nuevas ametralladoras alemanas, unos kilómetros más al norte, en la misma línea. Sabe lo que le diría ahora. “Huye mientras puedas”. La sensación de derrota está calando, poco a poco, en los corazones de los jóvenes soldados que llevan cinco semanas durmiendo sobre su fusil, acurrucados entre sí para darse calor, sintiéndose profundamente engañados por unas promesas de gloria que no eran más que un billete de ida a la muerte más anónima.
¿Y su madre? ¿Cómo estará la vieja Cosette? Es posible que ya haya muerto. Le había pedido a la casera del edificio que le cuidara, que le diera de comer si algún día no podía levantarse de la cama, y que esos días le diera las medicinas que les había recomendado el médico. Pero a lo mejor no lo había hecho. En esos tiempos, con las noticias del frente llegando intermitentemente, en París podía haber cundido el pánico. Se imaginaba las calles desiertas, las palomas gobernando, después de dos siglos, unas plazas desiertas, donde los pintores ya no dibujaban sus ilusiones descoloridas en trozos de papel. Silencio en la ciudad, roto únicamente por las toses de su madre, sola en la buhardilla, muriendo lentamente.
-¿Cómo pensáis salir?
Sus dos amigos se extienden rápidamente en una explicación vehemente de las fisuras de las trincheras en la parte trasera, por detrás de los cuarteles del alto mando. Dicen algo de dos o tres caballos preparados, pero él no les escucha. Su cabeza sigue dudando.
Él no quiere eso. Él quiere escribir una obra de teatro que se represente en los mejores escenarios del continente, mientras acude a ver las funciones con una joven de provincias que le adore colgada del brazo. Pero ahora, lo único que quiere es salir de allí, huir a uña de caballo de Verdún y no volver nunca a esa ciudad que ha supuesto un punto y aparte en su vida.
Una nueva explosión, esta vez más cerca. Siente un fuerte dolor en la espalda, escucha un chasquido que le pone los pelos de punto.
Antes de morir, se pregunta de nuevo qué hace él ahí.
Impasibilidad y relativismo
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Cuando la impasibilidad y el relativismo alcanza a todas las capas de la
sociedad y la política, ocurren cosas como la de ayer. Sucede, no sólo que
miles d...
Hace 11 años
1 comentario:
Señorita Serrana, escribe usted decentemente bien. Deberíamos plantearnos la posibilidad de que usted sea Rita xDDDDDDDDDD
No, no, espera, si ya sabemos quiénes son xDDDDDDD
Ale ale, cuidese y siga usté dedicándose a escribir estas cosas ò__ó
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