domingo, 5 de octubre de 2008

El patio

De nuevo, ella lo ve todo, sentada en el banco donde se toma las galletas todas las mañanas. Antes almorzaba con Raquel y las demás en los bancos de cerca de las paredes, pero los chicos habían aprendido que un muro desnudo era una buena portería donde marcar goles con la pelota de Pokémon de Ricardo.

Ahora, sólo beben su zumo en ese sitio las tontas, que simulan a las niñas mayores, mirando interesadas los gritos las patadas y el sudor de los chicos, eso sí, las muñecas firmemente agarradas, no vaya a ser que lloren por estar solas.

Ella se aburre ahí, y hace tiempo que ha descubierto que sola, mirando hacia las pistas de baloncesto de los mayores, puede pensar en cuentos e historias de princesas.

Pero esas fábulas, que duran apenas media hora, hasta que la seño sale a por ellos, últimamente se ven interrumpidas por los gritos de Mohammed.

A ella le cae bien ese chico. Un día, cuando un pelotazo desviado le tiró las galletas, él compartió la mitad de su bocadillo. Estaba picante y no se lo comió, pero agradeció el gesto.

Por eso, le duele que Mateo y sus amigos le persigan y le empujen, tirándole y gritándole cosas feas.

Mohammed no tiene amigos en el cole. Hasta la seño a veces le mira raro, con la nariz arrugada. Pero ella nunca le ha llamado “cochino”, ni le ha gritado “dúchate”.
Ella no lo entiende.

De hecho, hay muchas cosas que no entiende, pero eso es porque es pequeña. No entiende por qué su papá fue al cole a decirle al director, un hombre viejo y gordo que le da miedo, que su hija no tenía por qué estudiar con monos. A ella le gustan los monitos, sobre todo los pequeños, pero en clase no había ninguno. Tampoco entiende que la mamá de Mohammed lleve un pañuelo en la cabeza.

Pero ahora, lo único que no entiende es que le digan cochino. Tiene la piel más oscura que ella, pero nunca le ha parecido que huela mal. Para ella, huele a playa, a arena, a mar y a sol.

Cuando lo ve llorar, los cromos de futbolistas pisoteados en el suelo, se levanta de golpe y camina hacia él, el babero ondeando tras ella.

-¡Déjale!

-¡Eres una niña, cállate!

-¡No quiero! ¡Déjale o me chivo!


Mateo parece dudar. Durante un momento se ríe, pero luego, casualmente o no, sus ojos paran encima de Eduardo, castigado cara a la pared por pegar a uno de los peques.

-¡Pues tú también olerás mal!

Cuando se van, Mohammed se queda en el suelo, intentando recoger sus cromos. Ella le ayuda y luego se sienta a su lado, mientras él desmenuza su bocadillo con unos dedos regordetes y llenos de salsa roja. Las lágrimas luchan por salir, pero pelea contra ellas.

Ella no sabe qué hacer.

A lo lejos, Mateo y los suyos se ríen.

Ella no entiende nada de nada.

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