viernes, 17 de octubre de 2008

Una margarita sobre las zapatillas

-¿Algún cambio?

-No, todo sigue igual.

Ella suspira y se siente más inútil que nunca. No sabe qué hace ahí, pero también sabe, como lo supo en su momento, que tiene que estar en esa habitación que huele a limpio, pero para ella sólo apesta a muerte.

Se sienta al lado de la cama, en medio del silencio más opresivo, y aprovecha la oscuridad para pensar...



La oscuridad en la que está él, sin embargo, es diferente. Similar a una noche sin estrellas, siente zarcillos de tiempo flotando en torno a él. No hay dolor ni placer, simplemente esa oscuridad acolchada y tranquila.

Hay una luz más allá, lejos. En un primer momento, no le parece más que una estrella, que quizá le indicará lo que es, pero poco a poco se hace más y más grande, hasta que su claridad es enorme.


Recordar no es bueno. Ella lo sabe. Pero no puede evitarlo. A la cabeza le vienen momentos diferentes, tanto buenos como malos. No le conviene hacerlo ahora, pero claro, en esa situación, sólo puede sentir miedo.

Respira hondo, intentando mantener la calma, sus rizos negros ocultándole el rostro de un hipotético observador.



Pero él la ve, por fin descubre qué hay más allá de esa luz. No entiende qué hace ahí, no entiende por qué todos están tan preocupados, él no se siente mal. Simplemente, está descansando. Pero sabe que algo no va como debería ir, no debería estar viéndola, no debería seguir en ese lugar.

Hay algo que le retiene ahí, una única razón para no partir...



Ella alarga la mano, deslizándola sobre las sábanas, y entrelaza sus dedos con los de él. Está tan demacrado, tan débil... pero respira, que es más de lo que podía decir de él cuando le llamaron hacía ahora cuatro días. La noticia había caído sobre ella como una piedra en un estanque, y al instante lo dejó todo para viajar hasta él, en el trayecto más duro de su vida. No podía dejarle...



De repente, lo entiende. Entiende por qué no puede irse. Entiende por qué debe volver. En su mente aparecen dos zapatillas sobre el césped y una margarita.

Emprende el viaje de vuelta.



Es apenas una vibración, un leve temblor en la quietud mortal de la habitación. Le aprietan la mano y ella levanta la cabeza. Ha abierto los ojos. Una palabra sale de su boca, un susurro sobre los pitidos continuos de las máquinas.

-Lucecita...

Ella rompe a llorar, pero esta vez, son lágrimas esperanzadas en el futuro.

lunes, 6 de octubre de 2008

Olas

De pie frente al mar, a apenas dos pasos de la arena fría bajo la oscuridad del anochecer, no ve más salida. De hecho, no espera encontrarla. Si tras pasear por las calles del pueblo durante todo el día, protegiéndose los ojos de la luz solar reflejada en las pequeñas casas blancas, no ha sabido qué hacer, nada le indica que en ese momento vaya a tener una revelación.

Sabe que es la opción más cobarde, pero piensa que es la única que tiene. Llega un momento en el que retroceder ante los problemas, levantarse cada vez que te caes y sonreír a las putadas de la vida ya no es suficiente. No para él. No ahora.

Esa playa tiene un significado especial. Allí fue donde se besaron por primera vez. Recuerda su piel morena, sus ojos grandes y expresivos y su pelo negro, ondulante bajo la brisa. Allí es donde empezó todo. La arena que recibió sus cuerpos aquel día recibirá hoy sus ilusiones.

Baja a la playa. La arena, suave bajo sus pies. El frío de la noche sobre su piel. Mientras se acerca a la orilla, plateada por la luz de la luna, el rítmico morir de las olas se le antoja la música que le acompañará a su final.

El agua está fría. Le da igual. Ha llegado a un punto en el nada le importa. Siente los camales de los pantalones mojados, empapándose lentamente.

Escucha una voz a sus espaldas. Es ella. No se atreve a girarse. La decisión está tomada. Se irá y no volverá. No quiere volver a verla llorar. Pero ella sigue insistiendo. La oye, pero las súplicas llegan a su cerebro embotado lentamente, a empujones.

Se gira para mirarla una última vez. Su figura, recortada contra los faros del coche que la ha llevado hasta allí. Los ojos, llorosos, brillan.

Pierde el valor. Las olas siguen lamiendo la orilla.

De repente, se da cuenta de que vale la pena.

Fragmentos de Tres metros sobre el cielo

-¿Eres feliz? –Ella le hace un gesto afirmativo con la cabeza. Luego abre los ojos. Húmedos y arrobados, anegados de minúsculas lágrimas transparentes, brillantes de amor, preciosos. Él la mira.
-¿Qué pasa?
-Tengo miedo.
-¿De qué?
-De no volver a ser nunca tan feliz…

-Esto es precioso.
-Es tu casa, ¿no?
-¡Estás loco!
-¡Lo sé!
-Soy feliz. Jamás me he sentido tan bien, ¿y tú?
-¿Yo? –Step la abraza con fuerza-. Estoy de maravilla.
-¿Hasta el punto de llegar a tocar el cielo con un dedo?
-No, así no.
-¿Ah, no?
-Mucho más. Al menos tres metros sobre el cielo.

-Lo he dicho adrede, ¿qué crees? Ahora que me has pegado tu conciencia está tranquila. Ahora puedes volver a parlotear con tus amigas y sentarte a la mesa de juego. Tu hija está bien educada. Ha entendido lo que es justo y lo que no lo es… Ha entendido que no hay que soltar tacos y que hay que comportarse como es debido. Pero ¿no ves que eres ridícula, que haces reír? Me mandas a misa el domingo pero si escucho demasiado el evangelio entonces no va bien. Si amo demasiado a mis semejantes, si traigo a casa a uno que no se levanta cuando tú entras o que no sabe comportarse a la mesa, entonces tuerces el morro. Tendríais que inventar iglesias a vuestra medida, un evangelio solo para vosotros donde no resucitan todos, sino solo aquellos que no comen en camiseta interior, que no firman escribiendo primero el apellido, aquellos que sabéis de quién son hijos, que están siempre morenos y son atractivos, que se visten como queréis vosotros. Sois unos payasos.

Tres metros sobre el cielo, Federico Moccia

domingo, 5 de octubre de 2008

La playa

Los copos de nieve no dejaban de caer sobre las olas que, con una obsesión enfermiza por morir en la playa, los derretían.

Entonces, él la abrazó por detrás, apoyando la cabeza en su hombro, mientras nubarrones negros presagiaban que aquella noche ríos de agua correrían por la ciudad.

- Parece tan irreal…

- Ya… una playa nevada no es algo que se vea todos los días


Comenzaba a hacer frío.

- Aún así… más irreal es que este aquí, junto a ti, mirando la rectitud del horizonte

Ella se quedó pensativa unos instantes y, entonces, se dio la vuelta y le miró directamente a los ojos.

- A veces parecía que el mundo conspiraba para que nunca estuviéramos juntos… Para que nunca cumpliéramos nuestros sueños…

Él se tomó su tiempo para responder y, entonces, se quitó los guantes y abrazó su cara con unas manos desnudas y cálidas.

- Aunque pusieran mil barreras, aunque hicieran mil abismos, aunque por ello tuviera que matar… Nunca nada ni nadie iba a impedir esto.

En ese momento, él la abrazo con fuerza, transmitiéndole todos los sentimientos guardados durante años que con palabras eran imposibles de expresar.

Y, al mismo tiempo, mientras que copos de nieve caían sobre su pelo, mientras que la gente corría para refugiarse del frío preguntándose que hacían dos locos en la playa, mientras que el mundo entero seguía adelante… ella sintió que había nacido para ese momento, que su mundo se paraba en aquel abrazo.

Que había nacido para estar allí, en aquella playa, junto a él.

La playa, Elena Zamora

Sabes que me encanta...

El patio

De nuevo, ella lo ve todo, sentada en el banco donde se toma las galletas todas las mañanas. Antes almorzaba con Raquel y las demás en los bancos de cerca de las paredes, pero los chicos habían aprendido que un muro desnudo era una buena portería donde marcar goles con la pelota de Pokémon de Ricardo.

Ahora, sólo beben su zumo en ese sitio las tontas, que simulan a las niñas mayores, mirando interesadas los gritos las patadas y el sudor de los chicos, eso sí, las muñecas firmemente agarradas, no vaya a ser que lloren por estar solas.

Ella se aburre ahí, y hace tiempo que ha descubierto que sola, mirando hacia las pistas de baloncesto de los mayores, puede pensar en cuentos e historias de princesas.

Pero esas fábulas, que duran apenas media hora, hasta que la seño sale a por ellos, últimamente se ven interrumpidas por los gritos de Mohammed.

A ella le cae bien ese chico. Un día, cuando un pelotazo desviado le tiró las galletas, él compartió la mitad de su bocadillo. Estaba picante y no se lo comió, pero agradeció el gesto.

Por eso, le duele que Mateo y sus amigos le persigan y le empujen, tirándole y gritándole cosas feas.

Mohammed no tiene amigos en el cole. Hasta la seño a veces le mira raro, con la nariz arrugada. Pero ella nunca le ha llamado “cochino”, ni le ha gritado “dúchate”.
Ella no lo entiende.

De hecho, hay muchas cosas que no entiende, pero eso es porque es pequeña. No entiende por qué su papá fue al cole a decirle al director, un hombre viejo y gordo que le da miedo, que su hija no tenía por qué estudiar con monos. A ella le gustan los monitos, sobre todo los pequeños, pero en clase no había ninguno. Tampoco entiende que la mamá de Mohammed lleve un pañuelo en la cabeza.

Pero ahora, lo único que no entiende es que le digan cochino. Tiene la piel más oscura que ella, pero nunca le ha parecido que huela mal. Para ella, huele a playa, a arena, a mar y a sol.

Cuando lo ve llorar, los cromos de futbolistas pisoteados en el suelo, se levanta de golpe y camina hacia él, el babero ondeando tras ella.

-¡Déjale!

-¡Eres una niña, cállate!

-¡No quiero! ¡Déjale o me chivo!


Mateo parece dudar. Durante un momento se ríe, pero luego, casualmente o no, sus ojos paran encima de Eduardo, castigado cara a la pared por pegar a uno de los peques.

-¡Pues tú también olerás mal!

Cuando se van, Mohammed se queda en el suelo, intentando recoger sus cromos. Ella le ayuda y luego se sienta a su lado, mientras él desmenuza su bocadillo con unos dedos regordetes y llenos de salsa roja. Las lágrimas luchan por salir, pero pelea contra ellas.

Ella no sabe qué hacer.

A lo lejos, Mateo y los suyos se ríen.

Ella no entiende nada de nada.

viernes, 3 de octubre de 2008

Incertidumbre

-Pierre… Pierre…

Se gira de golpe. El sonido, apenas un susurro, suena como una bomba para sus oídos, acostumbrados a un silencio helado e impuesto. Gatea hacia sus dos amigos, que están acostados muy juntos, sus uniformes congelándose en la noche invernal.

-Nosotros nos vamos. ¿Vienes?

Durante unos instantes, la pregunta no llega a un cerebro abotargado por semanas y semanas de órdenes ladradas en medio del estruendo. Se queda mirando una de las paredes terrosas hasta que una rata corre pegada al borde inferior de ella. Sin duda, habrá escapado a una de las trampas de otro batallón.

-¿Iros? ¿Ahora? ¿Volvéis a París?

Uno de ellos asiente.

-¿Y cómo pensáis llegar? ¿Se lo diréis educadamente al sargento, que firme un armisticio temporal con los alemanes para que vosotros podáis estar, dentro de un par de noches, pellizcando los traseros de las chicas del Moulin?

Sus dos amigos no se inmutan. Demasiado han hecho, demasiado han vivido en las últimas semanas como para que ahora les afecte lo que diga Pierre.

-Tú tampoco querías venir.

A lo lejos, se oyen disparos. Una explosión que parece cercana, como todas, les hace cubrirse con los brazos. Saben lo inútil que es si la bomba hubiera caído cerca. Sin embargo, la quietud de la noche, iluminada por las pequeñas bombillas que recorren la pared, paralelas a la carrera de la rata, no sufre la violación de la muerte, al menos cerca.

Pierre se desliza hasta la pared, alejándose cuanto puede de sus dos amigos. Tampoco es mucho, apenas un par de metros. El casco calado hasta los ojos y la gabardina que no abriga cubriéndole hasta los tobillos, acurrucado, le aísla más de ellos que la distancia que pueda poner por medias.

Está claro que él no quería ir. Pero tampoco quiere irse ahora. No puede hacerlo.

Su mente vuela hasta hace unos meses, cuando la muerte, el dolor, el frío y el miedo a no volver a despertarse nunca más no son más que promesas de un futuro glorioso. Su madre, tosiendo en la cama. La carta de reclutamiento, desplegada sobre la mesa, al lado de las medicinas que tiene que darle a la mujer por la noche. Él fuma un cigarrillo, sentado en la silla. Sabe que si no va será el hazmerreír de sus amigos, especialmente de Philippe. Pero si va, su madre puede morir. La mujer, siempre comprometida con un país que, sin embargo, sólo le ha dado una fría buhardilla en el barrio de Montamârtre, le anima a ir. Philipp sonríe cuando él le dice que irá.

Pero Philippe ya no está. Le alcanzó una de las nuevas ametralladoras alemanas, unos kilómetros más al norte, en la misma línea. Sabe lo que le diría ahora. “Huye mientras puedas”. La sensación de derrota está calando, poco a poco, en los corazones de los jóvenes soldados que llevan cinco semanas durmiendo sobre su fusil, acurrucados entre sí para darse calor, sintiéndose profundamente engañados por unas promesas de gloria que no eran más que un billete de ida a la muerte más anónima.

¿Y su madre? ¿Cómo estará la vieja Cosette? Es posible que ya haya muerto. Le había pedido a la casera del edificio que le cuidara, que le diera de comer si algún día no podía levantarse de la cama, y que esos días le diera las medicinas que les había recomendado el médico. Pero a lo mejor no lo había hecho. En esos tiempos, con las noticias del frente llegando intermitentemente, en París podía haber cundido el pánico. Se imaginaba las calles desiertas, las palomas gobernando, después de dos siglos, unas plazas desiertas, donde los pintores ya no dibujaban sus ilusiones descoloridas en trozos de papel. Silencio en la ciudad, roto únicamente por las toses de su madre, sola en la buhardilla, muriendo lentamente.

-¿Cómo pensáis salir?

Sus dos amigos se extienden rápidamente en una explicación vehemente de las fisuras de las trincheras en la parte trasera, por detrás de los cuarteles del alto mando. Dicen algo de dos o tres caballos preparados, pero él no les escucha. Su cabeza sigue dudando.

Él no quiere eso. Él quiere escribir una obra de teatro que se represente en los mejores escenarios del continente, mientras acude a ver las funciones con una joven de provincias que le adore colgada del brazo. Pero ahora, lo único que quiere es salir de allí, huir a uña de caballo de Verdún y no volver nunca a esa ciudad que ha supuesto un punto y aparte en su vida.

Una nueva explosión, esta vez más cerca. Siente un fuerte dolor en la espalda, escucha un chasquido que le pone los pelos de punto.

Antes de morir, se pregunta de nuevo qué hace él ahí.

jueves, 2 de octubre de 2008

Nieve

El coche llevaba circulando por la autopista entre altos abetos desde hacía lo que parecían siglos. A él al menos se lo parecía. Probablemente fuera el entorno en sí, o quizá la compañía.

Ella.

Después de tanto tiempo, por fin habían podido estar juntos. No era un viaje cualquiera, pero ellos no eran unos cualesquiera. Ambos habrían dicho que eran normales, pero eran extraordinarios. Por supuesto, no eran conscientes de eso, precisamente por el hecho de que era la compañía del otro la que los hacía especiales, pero no lo sabían. Aún.

Los kilómetros, o las millas, como decían allí, se reducían rápidamente entre ellos y el parque, devoradas por los neumáticos del coche y por sus propias ansias de llegar cuanto antes. No se podían creer que estuvieran allí. Los árboles, el cielo, el frío, la nieve… a todo lo cubría una pátina gris, como si aquello no fuera más que un sueño.

Sólo el nombre del parque en un cartel alto, perdido entre los árboles, les convenció de que por fin, después de muchos años, habían llegado allí. Y lo habían hecho solos.

Detuvo el coche, o quizá fue el mismo vehículo el que se detuvo en el mirador. Él no recordaba haberlo conducido hasta allí. A lo mejor la tierra había girado sobre sí misma para llevarlos allí. Alguien dijo alguna vez que cuando de verdad quieres algo, el universo entero conspira para que lo consigas. Y no había nada que ellos desearan más.

Por eso, cuando el frío les golpeó cruelmente en los rostros, mientras la nieve crepitaba bajo sus pies, nada les importó. Nada… excepto los ojos del otro, la sensación de sus manos entrelazadas, el calor que sus cuerpos, a apenas unos centímetros, despedían, templando el ambiente.

Y la vista.

Las montañas, perfiladas contra el cielo gris. El lago helado, brillando bajo la nieve. El frío, casi unos zarcillos de energía que les envolvían, aislándoles del mundo exterior.S

e abrazaron y, de repente, el mundo cambió de color. Volvieron los colores: el verde de los árboles perennes, el blanco del lago, el rosa de las flores… pero a él sólo le importaba un color del mundo. El marrón de sus ojos era el color más hermoso que había visto en su vida, o así se lo parecía a él. Se perdió en ellos.

-Estamos aquí.

Fue apenas un susurro, unas palabras musitadas por ella que rompieron la barrera contra la realidad que tantos años de separación había creado entre ellos.

-Sí. Estamos aquí. Juntos.

Y, en ese mismo momento, comenzó a nevar.

Este es, probablemente, el relato del que estoy más orgulloso de los que he escrito últimamente. Además, me trae muy buenos recuerdos ^^

miércoles, 1 de octubre de 2008

Saldrá otro

La zapatilla se le llena de agua cuando pisa un charco. Corre por la calzada, casi vuela sobre el asfalto, las luces de los semáforos y los focos difuminadas en medio de la luvia. Su ropa está empapada; el paraguas quedó olvidado en casa.

No puede dejar que se vaya. Sabe que probablemente llegue tarde, y mientras las gotas resbalan por su frente, sudor y agua mezclados, piensa que ha cometido uno de los errores más grandes de su vida.

Ella no supo interpretarle, piensa mientras se cuela entre dos coches, detenidos en un cruce. Claro que tampoco tenía por qué hacerlo. No podía pedirle que adivinara lo que se removía en su mente y, sin embargo, lo había hecho. Ahora, lo lamenta, pero teme que ya no pueda hacer nada.

Cuando entra en la estación, se da cuenta de que incluso allí, bajo la amplia techumbre modernista, el suelo está mojado. Mira hacia los enormes paneles electrónicos donde se marcan las entradas y salidas, y ve que el tren que sale hacia Badajoz está a punto de partir en uno de los sectores descubiertos, al fondo de la estación, y quizá demasiado lejos.

No va a llegar.

Aora, recorriendo a toda velocidad el edificio, sorteando colas, maletas y viajeros, recuerda cuando, una semana antes, había ido a la misma estación a por ella. Se habían quedado quietos, uno enfrente de otro, mientras decenas de pasajeros salían del mismo tren. La maleta quedó muerta a sus pies, olvidada.

-Hola.

-¿Sólo hola?

Y ella saltó hacia él, abrazándole con tanta fuerza que llegó a pensar que moriría entre esos brazos. Pero no habría sido mala muerte, después de todo lo que habían pasado. Tanto tiempo separados, tantos sueños ansiando cumplir... y ahora tenían dos días para cumplirlos.

Y los habían cumplido. Habían paseado, llorado, reído. Habían pasado horas abrazados, sin hacer nada más que disfrutar de los latidos del corazón del otro contra su pecho. Pero todo se había roto al final, cuando a él le había dolido demasiado la perspectiva de que ella se fuera y se enfadó con el mundo, pero pagándolo con su amiga.

Incluso cuando se acerca al andén, ya ve, desde lejos, que el tren está abandonando la estación, poco más que un punto blanco en medio de la oscuridad de la tormenta. Abatido, frena lentamente bajo la lluvia.

A un lado, hay una figura sentada en un banco. El pelo negro le cae sobre el rostro, que mira el suelo. La reconoce, lo habría hecho en cualquier contexto. Allí, bajo la lluvia, parece un sueño. Se acerca a ella.

-Has perdido el tren.

-Saldrá otro. Necesito pasar más tiempo aquí.

De nuevo, esa cadencia, ese ritmo, ese arrastrar de las palabras suave y relajante, esa tenue reminiscencia a campos y a sol que siempre trae su voz. Sonríe.

De repente, se da cuenta de que el suelo que pisa está seco.



Para Acentillo. Tengo una sorpresa para ti...