domingo, 28 de septiembre de 2008

Dos horas antes del amanecer

Valencia no duerme. Nunca lo ha hecho, no tiene esa necesidad. Será quizá por sus habitantes, que suelen disfrutar de la temperatura suave de las noches, o a lo mejor porque es una ciudad tan antigua que ya ha dormido todo lo que le quedaba por dormir en la vida, como ese personaje de “Amélie”, y ahora puede quedarse despierta el resto de la eternidad.

Sea como sea, cuando se pasea por Valencia a esa hora sumamente extraña que sigue a la noche y precede al día, aún hay coches que circulan rápidamente por las Grandes Vías o por la calle Játiva. Las luces de las farolas siguen amarilleando el asfalto, resistiéndose heroicamente a la llegada de un nuevo día que las relegará a simple mobiliario urbano hasta la noche. Es difícil encontrar calles en completo silencio, pues ni las callejuelas más encerradas en casco viejo de la ciudad pueden aislarse de los sonidos del amanecer. Sirenas, una pelea de gatos, unos pasos perdidos, unos gritos provenientes de un primer piso con las ventanas descuidadamente abiertas.

Los edificios parecen tener eco. La noche es su momento, el instante en que deben significarse como entes vivos, células todos ellos de una ciudad que los necesita para seguir adelante. Brillan con luz propia, emanando una energía que parecen estar guardando durante todo el día. Como puertas a un pasado cercano y luminoso, recuerdan a los paseantes que se internan en la noche valenciana que ellos también son Valencia, y que posiblemente lo sean mucho más que sus propios habitantes.

Incluso a esa hora del día, toda Valencia parece estar posada sobre una rampa, cayendo irremisiblemente hasta las arenas de una playa a orillas del mar Mediterráneo. Las olas nunca duermen, en la playa nunca hay silencio. La ciudad tiende al mar, y el mar se lo agradece, brillando incluso de noche.

En torno a la playa han nacido, como setas a la sombra, varias discotecas que aprovechan estar en primera línea de playa para ofrecer terrazas. Su música rompe la tranquilidad del Mediterráneo. Antes del amanecer, sin embargo, la música comienza a remitir, y el sonido de las olas vuelve a adueñarse del paseo marítimo.

Los jóvenes salen en tromba de las discotecas, tambaleantes, en busca de un taxi para volver a sus casas. Unos pocos buscan el amparo de los coches para expulsar de sus cuerpos todo el alcohol digerido, y Dios sabe qué más. Pero hoy, dos de ellos caminan hacia la arena, saltan el banco de piedra que la separa del paseo y se acercan a la orilla.

Está amaneciendo.

No se miran, no hace falta. No se cogen de la mano, tampoco es necesario. Sus corazones están juntos, ajenos ya al retumbar de los altavoces. Tranquilos. En paz.

Suspiran.


Dedicada a Rosana por todo lo que ha hecho, hace y hará por mí. Sabes que te quiero (L)

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