domingo, 28 de septiembre de 2008

Lucecita

Hay cosas por las que vale la pena levantarse por la mañana. Esos pequeños (o no tan pequeños) detalles en los que piensas antes de dormirte y después de despertarte. Buscas una luz que te guíe en los desiertos grises y fríos de la monotonía, y normalmente te cuesta encontrarla. No porque no haya, sino porque necesita un brillo especial para atravesar toda la niebla.

Y vagueas, remoloneas, no quieres salir a la calle, porque... ¿qué más da? Sabes lo que te vas a encontrar, sabes qué habrá al girar la esquina, sabes qué habrá al entrar a clase. Has perdido el miedo a lo desconocido, ese nudo en el estómago que se siente al no tener ni idea de qué será de tu vida el segundo siguiente.

Y, de repente, fotos como esta atraviesan las nubes y el aburrimiento y te abren los ojos. De repente, sientes que tu vida comienza de nuevo, casi desde cero. Aparecen los colores, los olores, los sabores. Te quitas el piloto automático y vuelves a tomar las riendas de tu vida, cabalgando directamente hacia la luz.

En algunos momentos brilla tanto que parece cegarte, llegas a pensar "esta luz es demasiado brillante para mí, seguro que está aquí por otra persona". Pero miras alrededor y no ves a nadie más, y además piensas "si no fuera para mí, no estaría aquí". Te fascina, no puedes dejar de mirarla, no puedes dejar de pensar en qué habrá más allá de ella, en todo ese mundo que ella te acaba de descubrir. Pronto, la sorpresa y la espontaneidad vuelven a tu vida.

Y sonríes. Otra vez.

Tú eres mi luz. Guíame, Geme

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