martes, 2 de febrero de 2010

Último amanecer

El animal recorría la casa sin muchos miramientos. Paseaba con aire indolente por las habitaciones. Era un inmenso gato blanco y negro, de mirada franca y porte majestuoso. Tenía una inmensa mata de pelo sedoso que le hacía fácil de acariciar.

Aun así, nadie le tocaba.

La historia podría haber sucedido una solitaria noche de invierno, en medio de una ventisca, o con la casa azotada por un huracán de principios de otoño. Pero no fue así: aquel día hacía calor. Era muy de mañana, apenas las seis, cuando Pelusa entró en la habitación de Eduardo. El hombre no se percató de la presencia del gato hasta que le tiró de la cama con un golpe en sueños. El maullido de Pelusa le hizo abrir los ojos. Cuando la mascota volvió a subir de un salto, Eduardo ya estaba completamente despierto. Clavó la mirada en los ojos ámbar del gato.

-¿Ya es mi turno?

El animal no contestó. Él respiró hondo, y el aire supo a miel y a papel y tinta, y a tabaco y a whiskey de noche. Apoyó al cabeza en la almohada y volvió a cerrar los ojos. El sol comenzaba a entrar por la ventana. El continuo ronroneo de Eduardo le acompañó mientras conciliaba de nuevo el sueño.

Por última vez.

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