domingo, 14 de febrero de 2010

El avión

El dolor no ha desaparecido. En ocasiones, llega a plantearse que quizá nunca lo haga, que siempre permanecerá ahí, en el fondo de su organismo, tapado por otros sentimientos, pero ahí al fin y al cabo, latente, preparado para atenazarle y paralizarle en el momento más inoportuno.

¿Cómo va a desaparecer, por otra parte, cuando hace menos de un mes que recibió la llamada? ¿Cómo va a desaparecer cuando hace apenas dos semanas que le dijeron dónde estaba ella? Recuerda aquel momento, el de la primera llamada, como si fuera ayer. Sabe que no ha sido así, pero siente que ya nunca podrá olvidarlo. Cayó de rodillas, el teléfono solitario en el suelo del comedor, la ensalada fría enfriándose cada vez más encima de la mesa, olvidada.

Por eso, le sorprende más que nunca lo que ve cuando entra en Internet. A veces lo hace, simplemente para intentar olvidar, para evadirse, como si en la red pudiera encontrar un consuelo que teme no existe. El trayecto es siempre el mismo: un buscador, seis letras, un enter.

Pero algo es diferente ese sábado.

Un titular grande, que de inmediato le recuerda a aquel que le cambió la vida para siempre. El corazón se le encoge, y más cuando lee una cita ente comillas, como si alguien lo hubiera dicho. Pero eso no es lo peor. Lo peor es ver el vídeo que figura a un costado.

Parpadea. Comprueba la cabecera del periódico.

De repente, como si todo en su vida hubiera decidido ponerse boca abajo para simplemente acabar con la monotonía de una manera cruel y sádica, también su percepción sobre ese medio de comunicación en particular cambia. Le vienen a la mente todas las discusiones con ella por ese mismo periódico. Ella lo ataca, él lo defiende.

Le da al play. Ni siquiera se quiere saltar la publicidad. De hecho, le viene bien para respirar hondo y tranquilizarse o, al menos, intentarlo. Cuando el vídeo en sí comienza, siente un nudo en el estómago.

Ve el avión deslizarse sobre la pista, elevarse y caer a los pocos segundos, hasta convertirse en una bola de fuego, humo y muerte. Pero él no se fija en el avión, sino en una ventana. En uno de los cristales redondos de los costados del aparato, donde, quién sabe, podía estar ella, mirando hacia el aeropuerto, quizá pensando en él.

Las imágenes se repiten una y otra vez, mire donde mire, durante los días siguientes. Cada vez, él sólo se puede concentrar en uno de los ojos de buey, al lado del cual ella podía estar sentada.

Cierra los ojos. Las lágrimas no volverán a caer. No lo permitirá.

No volverá a llorar.

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